lunes, 21 de mayo de 2007

United Colors of Purmamarca










El cerro de los siete colores. Por la tarde, por la mañana y en blanco y negro.

Encuentre las 7 diferencias.

Agua que nos has de beber...


Foto tomada en la Catedral de Salta.

Estética avícola - ¡Un pollo metrosexual!


Postales de Salta capital

Desde el balcón del Cabildo



Arácnidos en el cielo del cerro San Bernardo


Teleférico. Vista desde el cerro San Bernardo



Catedral y Arzobispado




Peatonal un domingo al mediodía





Plaza






Calle Balcarce - Feria de artesanos








Ser Franco




La primera vez que lo vi a Franco fue apenas bajé de la combi que nos llevó a San Antonio de los Cobres. Recuerdo que lo ví pero no lo miré. Ni a él ni a los, por lo menos, diez chicos más que se avalanzaron sobre nosotros para vendernos todo lo que tenían disponible: llamitas de lana, guantes, gorros, prendedores con forma de cardones y demás.
Si hasta tenían piedras que ofrecían gratis, con la esperanza de que el que las aceptara se vea torturado por su conciencia y, lento pero convencido, saque alguna moneda o billete como digna contraprestación a la inútil mercancía.


La consigna era esa. Recaudar. No mucha gente se acerca en abril hasta el pueblo, distante cuatro horas por ripio de Salta capital. Y una ínfima moneda sirve para hacer un puchero, pagar alguna deuda o comprarse alguna golosina como gusto excepcional.


Franco es insistente. Como todos. Porque conocen al dedillo el refrán que el burro no gana por lindo sino por insistidor. Así fue, en parte por pena y en parte por cansancio, que me doblegué ante una llamita que me ofreció una chiquita que no pasaba los 7 años. También acepté de otro unas piedras de "no se qué" a cambio de unas monedas y, además, me apropié de unas muñecas hechas de legumbres por 3 pesos cada una, que luego vi en Salta capital a más de 7.


Plusvalía, le dicen.


La cuestión que Franco no ligó nada. No por un encono personal hacia él, ni una estrategia premeditada. Simplemente por azar, por una -si se quiere- cuestión estadística. No se le puede comprar todo a todos, por mucho que uno quisiera, por mucho que uno sabe lo que lo necesitan, por muy simpáticas caripelas que posean.


Pero Franco no se desanimó y me empezó a seguir. No me acuerdo bien qué es lo que primero le pregunté, pero desde esa primera conexión me cayó bien el pibe.


Recuerdo que el contingente, luego de las transacciones obligadas (porque eran obligadas, ya sea por insistencia, por pena, por negocio, por cariño) ingresó a un comedor donde nos servirían el almuerzo. Casi vacío estaba, salvo por algunos pobladores del lugar que se estaban tomando una sopa. Los menúes eran limitados. Como atracción descollaba la carne de llama. Eso pedí.


Mientras tanto, detalle no menor y para no dejar pasar por alto, el televisor mostraba las imágenes de los chicos de Gran Hermano haciendo nada a 1500 kilómetros de distancia.


Era cuanto menos extraño -más bien una postal de la posmodernidad desconcertante- ver a algunos pobladores sorbiendo la sopa con la boca mientras los ojos estaban clavados en las nalgas de Griselda, que muy oronda se asoleaba en cerca de la piscina de la Casa. Era gracioso escuchar las especulaciones ampulosas y grandilocuentes de Jorge Rial mientras el mozo servía un guiso de cabrito a casi 4000 metros de altura, en el medio de la puna.


La cuestión es que al salir del almuerzo, Franco estaba ahí esperando. Cuando salí me preguntó si le podía dar la Fanta que uno de los comensales había dejado intacta. Se la dí y empezamos a caminar. Ya no me insistía en que le comprara nada. Esa, creo, fue su mejor estrategia de marketing para alcanzar los beneficios previsionados.




Franco vive con su abuela en una casa muy humilde. La nona está enferma hace tiempo pero es la única que lo cuida. Sus padres trabajan en Salta capital. A ellos los ve sólo una vez por año.




-¿De dondé sos? -me preguntó Franco.

- De Buenos Aires...¿conocés?

-Sí!... por mapa...





Franco tiene 11 años. Habla pausado y te escucha lo que decís. Él no tiene apuro. Me dice que le gusta vivir ahí. Franco sabe cocinar. En verdad había aprendido porque a veces la nona se enferma y se las tiene que arreglar solo. Cocinar, para él, es hacer fideos, papas fritas o algo a la plancha.





-¿Y el domingo cómo sale el partido? -me dice Franco, que es de Boca y está más informado de los detalles del superclásico que yo- Debe ser lindo ir a la cancha allá, ¿no?





Franco me empieza a hablar de fútbol. Y justo en ese momento se mete su amigo Robert.




Robert me quiere vender algo, también. Pero de metido que es, se cuelga en la conversación.



-Seguro mete un gol Orteguita -dice Robert-, le tengo fe. Anda bien.

Robert me cuenta que le gusta el fútbol y jugar a los juegos en red. Porque en San Antonio de los Cobres hay Internet, locutorio, cyberbar. Y me dice que él tiene una casilla de mail.


-¡Qué bueno! -le digo- ¡Así que tenés e-mail!
-Sí, ¿lo querés? anotalo. Cuando llegues a Buenos Aires escribime -y me empieza a dar una dirección con los puntos y las arrobas en los lugares precisos.- Escribime, porque yo me fijo, pero nunca me escribió nadie.


Franco se ríe. Y retomamos el tema del fútbol. No sé por qué les pregunté si se animaban a hacer un picadito acá nomás... patear un rato. Franco me dice que no tiene balón hace mucho, que le encanta jugar, pero el último se le pinchó y no pudo comprar otro.
Y ahí mismo sentí un puntinazo en el cuore.


No es la intención hacer de este relato una lánguida historia de vida contada como el noticiero de la tarde, con música lacrimógena de fondo. Ni siquiera hacer un homenaje a las películas "Pelota de trapo" o "El Hincha" o al tango "El sueño del pibe". No.
Cuando les pregunté, como quien no quiere la cosa, dónde vendían pelotas a ellos se le pusieron los ojos grandes como el dos de oro. Ahí mismo me agarró el nudo en la garganta.


Una bocha, un balón, una pelota. Eso sólo. Nada más. No pedían muchos más los pibes. Para hacer más llevaderas las tardes en la puna. Para ensayar el dribling de Orteguita o Palacio. Para matar el tiempo. Para divertirse.


De tanto recorrer, de tanto charlar empezó a sonar la bocina de la combi que me buscaba desesperadamente por el pueblo. Había que retornar. Le dejé unos mangos para que compraran la pelota.
Lo saludé a Franco, le prometí a Robert que le iba a mandar un e-mail y me subí de nuevo a la combi de regreso, con la esperanza que la próxima vez que vuelva a San Antonio de los Cobres me los encuentre haciendo jueguito con la esférica.

domingo, 13 de mayo de 2007

La Polvorilla

Y llegamos a La Polvorilla, el puente más alto. Vale la pena saber su historia.


Hilando fino bajo el puente, a más de 4000 metros sobre el nivel del mar.










Me llama el hambre


Plato típico de la puna. Bife de llama. Ante la mirada atenta y triste de una ídem.


San Antonio de los Cobres



Siguiendo en paralelo a las vías del Tren a las nubes, con la combi llegamos a San Antonio de los Cobres, un pueblo pequeño, casi en medio de la nada, con gente muy humilde y con una belleza simple que le era otorgada por esa misma lejanía con el resto del mundo.

No podía faltar la iglesia del pueblo. Muy bonita, por cierto. Y a esta altura del viaje uno llevó recorridas y visitadas más de 15 capillitas con lo cual, creo, se desarrolló una aguda visión crítica y cierta autoridad para opinar sobre las multifacéticas formas de los templos y templitos de piedra, adobe, cemento y ladrillos.




Un cajero en el medio de la puna.




Los 1 de agosto esta pequeña ciudad es sede de la Fiesta Nacional de la Pachamama (Tierra Madre); durante tal celebración se realiza una procesión, se cava un pozo en la tierra, pozo que simboliza la "boca" de la tierra y se efectúa el rito del chauyaco (multiplicación) arrojando al mencionado pozo la parte principal de un banquete colectivo, esto es: bocados de kikincha (un guiso en base a corderito y/o llama), locro, humita y paparunas (pequeñas patatas). También se escancia caña quemada -o sino ginebra- con ruda macho macerada en la bebida espirituosa.



Más allá del paisaje, el motivo que tiene este pueblo para ser conocido es su gente. O tal vez la gente que me tocó conocer a mí. Todos ellos saben que el turismo es una de sus principales fuentes de ingreso. Por eso cada micro o combi que arriban son esperados como maná del cielo.

Apenas se detiene un contingente, los chicos y las mujeres aguardan expectantes. Ni bien se desciende uno se siente rodeado. Llamitas en miniaturas, guantes y medias de lana, pulóveres, llaveros y hasta piedras típicas del lugar son ofrecidas a cambio de pocos pesos.

Todos quieren que les compren y a todos no se les puede comprar. Y en verdad da pena no poder hacerlo. Con insistencia pero con respeto ellos te siguen... te preguntan de dónde sos... y así, de a poquito, los mismos que al principio parecían cargosos se te van haciendo amigos.

Así fue que conocí a Franco y a Robert.

Pero estas son dos historias aparte.

Santa Rosa de Tastil



Durante la excursión que rodea las vías del Tren a las nubes pasamos por un pueblito llamado Santa Rosa de Tastil. Allí hicimos algo más que una "parada técnica" en la que se pudieron usar los sanitarios, comprar algunos dulces regionales y admirar algunas artesanías que vendían los pobladores del lugar.


Concluídos estos menesteres no dirigimos al museo del lugar en el que se albergaban los restos de una civilización que vivió allí entre los años 1300 y 1400 y que desapareció sin dejar rastros.


Luego de ver a la momia, que reposaba plácidamente con su sueño pesado, nos dispusimos a subir el cerro en el que estaban las ruinas.






Desde allí, decían, los indios divisaban todos los alrededores y controloban que no los invadiera alguna otra tribu beligerante de la zona.


Ya en la cima se pudieron ver los núcleos habitacionales como viviendas , enterratorios, recintos diversos y calles, en medio de una topografía con muchos accidentes.
A los investigadores que desde principio de siglo vienen estudiando estas ruinas les causó extrañeza varias cosas. Una de ellas es que aún hoy se puede encontrar gran cantidad de material que perteneció a esa civilización, a pesar de tantos años transcurridos. Se hallaron restos de cerámica, puntas de proyectil y obsidiana (material con las que se hacían las mismas), etc.

Las investigaciones concluyeron que, los habitantes de Tastil fueron excelentes teleros, criaban camélidos, fabricaban objetos de piedra y de cerámica rústica. Comerciaban con los pueblos andinos y cultivaban a los pies de las montañas.


También se encontraron petroglifos. Se los puede ver en varios lugares del cerro. Son piedras de considerable tamaño cubiertas de figuras geométricas, antropo y zoomorfas grabadas sobre las mimas. ("petro": piedra; "glifo": grabado).


Algunos mensajes aún hoy no han sido descifrados, como las recetas de algunos médicos.

sábado, 12 de mayo de 2007

Tren a las nubes

Finalmente llegamos a Salta capital de noche. Era viernes, así que nos dimos una vuelta por una peña de Balcarce, la calle en la que se concentra toda la movida nocturna de bares y entretenimiento. Fuimos a la Vieja Estación y después a tomar unos tragos a un pub con amigos.

Al otro día, bien tempranito, a las siete en punto de la mañana pasó a buscarnos la combi para realizar la excusión del Tren a las Nubes. Iríamos por la ruta en parelelo a las vías del tren.

Un viaje alucinante. Altamente recomendable. De ida son más de 4 horas de recorrido por una ruta de ripio, que luego se hace de pavimento y luego de ripio otra vez. Hay para todo los gustos: puna, cornisa, ruinas, estaciones de tren, casitas de adobe con sus corrales de piedra y/o guano, pueblos perdidos y alejados de todo.

En este foto se puede ver el puente más largo de todo el trayecto del tren.
Colores para todos los gustos.


La Cuesta del Obispo

De Cachi a Salta capital.

Para no dormirse.

La Cuesta del Obispo fue llamada así porque en 1.622 la máxima autoridad eclesiástica salteña de la época, Moseñor Cortázar, viajaba desde la actual capital salteña a Cachi. Tuvo que pernoctar en la mitad de la subida.


Probándose el suéter


Foto con alto contenido de sexo explícito. Los participantes fueron sorprendidos in fraganti en un corral de una casa de Cachi.


Cocinando con Doña Coca


Cachi






La visita a Cachi fue fugaz. Duró un par de horas. Fue el intervalo entre que llegamos de Cafayate ( alrededor de las 12:30) y el horario en que salía el próximo micro a Salta capital ( a las 15:00) Nos dio para dar una vuelta a las apuradas y, obviamente, degustar algún plato típico.






El Cine de Angastaco

Angastaco queda camino a Cachi, por la ruta 40.
Angastaco es un pueblito tranquilo donde paramos a comer un sandwich porque teníamos hambre.
Angastaco, nos dimos cuenta mientras caminábamos por la plaza central, tiene cine.





Angastaco también tiene su unidad básica peronista.



Ruta 40

El plan era ir de Cafayate a Cachi. Pero no había colectivos que hicieran ese trayecto. En el hostel nos ofrecieron una excursión que hacía esa misma ruta y que luego terminaba en Salta capital al oneroso precio de $120. Aún a ese costo no se juntó la cantidad mínima de personas para realizarla. Así fue que los cuatro (Markus, Raphael, Darío y yo) contratamos un remís que se encargaría de hacernos conocer la famosa ruta 40.


A las 8:30 de la mañana, demorado porque se tuvo que ir a cambiar una rueda, llegó el Chevrolet Corsa rural que nos cargaría a nosotros y a nuestras mochilas. El chofer, un cafayateño que me estuvo hablando todo el viaje de la fortaleza de cada una de las marcas de autos, no era de esos que manejan con delicadeza. Más bien todo lo contrario. Sumado a que la ruta en ese tramo estaba bastante fea, nuestro as del volante no dejó pozo por probar.

En algunos tramos no había señal de radio. Así que no había otra alternativa que escuchar sus teorías fierreras.

-El Chevrolet es durito, durito. ¡Mirá cómo anda éste! ¡Es un machazo!... se las banca todas... si la dueña de la remisería tiene dos de éstos y son los que más plata le dejan... son los que hacen esta ruta ida y vuelta... y eso que cada viaje son 4 de ida y 4 de vuelta... todo ripio... ¡Es machazo éste!... Porque el renó también es bueno.... pero para ciudad... en esta ruta se te abatata... no se la banca... te corcovea o ves que se empieza a apunar el auto...hay que ser duro acá... ves!...(pasamos un pocito)... se la banca... por algo la patrona no manda al Volvaguen... porque es duro...sí, pero para una ruta tranquilita, para andar por la ciudad... pero para esto, no... no...




Mientras él hablaba y continuaba enumerando los pros y las contras de otras marcas automotrices, nosotros soportábamos los golpes y traqueteos que la ruta nos regalaba, como también las increíbles postales variopintas.

Quebradas con miles de colores, casitas de adobe al pie del camino, cardones, puentes, cerros que parecían que tenían una sábana encima que cubría uniformemente las protuberancias del suelo.




Pasamos por la Quebrada de las Flechas. Y el paisaje parecía como que se inclinaba. Los cerros contenían miles de terminaciones puntiagudas que se escoraban uniformes hacía la derecha, como si a Dios (o a la Pacha Mama) se le hubiera torcido la escuadra.





- Porque Ford también... todos dicen que es duro... pero mi cuñado tenía uno que no le resultó bueno... le recalentaba...



De repente se calló. No sé si porque se dio cuenta de que su prédica automovilística no estaba siendo seguida con atención por los viajeros, o bien porque se quedó sin marcas que repasar. La cuestión es que se hizo un silencio que nos acompañó gran parte del lo que quedaba del viaje.

En verdad, ahora que recuerdo, el silencio duró hasta el imprevisto que tuvimos.

Imprevisto. O prueba de fuego. O aseveración empírica de los postulados del chofer.

La cosa fue así. Y acá me detengo a describir los hechos tal cual fueron. Veníamos a una velocidad normal. Hubo una bajadita, luego una subidita y ahí, de repente, en el medio de la ruta había un POZO con mayúsculas, casi un cráter, antecedido por una pequeña rampita natural de tierra. Y, como el señor manejador se había endulzado con el acelerador no hizo a tiempo a frenar y el auto se elevó unos centímetros (no tantos como los que se elevaba el auto de los Dukes de Hazzard, pero los suficientes...) y se la dio de trompa contra el piso.

Zas!, dijimos todos. Silencio de nuevo.

Estábamos en el medio de la nada. A lo largo de las tres horas y media de viaje sólo habíamos visto pasar 4 vehículos, dos de los cuales eran camionetas onda Camel Trophy. No había señal de celular y no se veía ninguna población cercana alrededor. El panorama no era alentador.

Tensando las cosas al extremo y haciendo gala de mi notable poder de exageración pensé que nos agarraría la noche... no tendríamos qué comer... y que de todos los presentes, yo era el más gordito. Así que, puestos a canibalizarnos para degustar bocados de susbisitencia -tal como pasó en la película Viven!- yo era el que tenía todas las de perder. De mí saldrían más porciones que de los demás.

El silencio seguía. Fueron 10 segundos en que tardamos en salir a ver cómo estaba todo. 10 segundos eternos. 10 segundos que no se oía el ruido del motor...

Ya abajo del auto nos dispusimos a ver la trompa (la del auto). Y estaba bastante bien. Cuan indio esperando la tropilla enemiga apoyé mi oreja en el baúl... y oh, Dios!!! Andaba el motor!!! Aleluya.....

¡Qué duro el Chevrolet... siempre lo dijimos nosotros, che!

20 metros atrás quedó uno de esos guardaplasts que sirven para recubrir el hueco de la rueda. El amigo se fue a levantarlo y a ponerlo en el techo del auto. En 3 minutos andábamos otra vez en camino hacía Cachi... arriba del Machazo!!!

Mirador de Cafayate

Por la mañana habíamos hecho el raid en las bodegas. Al mediodía nos dispusimos a almorzar en el Mercado Municipal de Cafayate. Este par de actividades alimentarias consecutivas nos habían provocado la consabida fiaca y modorra como para emprender alguna otra excursión. Pero el equipo, que no se doblegó en ningún momento, le puso el pecho a las circunstancias y no tuvo mejor idea que ascender el cerro Santa Teresita. Allí arriba se encontraba un mirador que, según comentarios, brindaba una hermosa vista de la ciudad de Cafayate y los Valles Calchaquíes que la circundan.
Ahí fuimos.
Tomamos una de las calles que pasaban por la plaza central y la seguimos hasta que se hizo de tierra. Y mucho más allá también.
Encontramos en el medio del trayecto una canchita de fútbol totalmente pelada de pasto, con dos arcos y como tribunas solamente los cerros que estaban alrededor. Allí, nuestra mascota Omaguaca quiso sacarse una foto, que luego denominamos "Colgado del travesaño".


Seguimos viaje. Casi al pie de del mirador nos topamos con un cartel que decía que "el lugar se reservaba el derecho de admición (sic)" e instaba al transeunte que se hubiera acercado en algún medio de locomoción a dejar una colaboración.

Valió la pena padecer la subida, sentir que el almuerzo subía y bajaba por el estómago. Porque el paisaje que se divisaba desde la cima era impresionante. Toda la ciudad y detrás los Valles Calchaquíes con sus infinitas tonalidades.



Y al otro lado, los campos con los viñedos de las fincas más importantes de la zona. Omaguaca también se quedó maravillado.


domingo, 6 de mayo de 2007

Señora... ¡Compare precios!


Para el que no lo sabe habrá que decir que comer en el noroeste de la Argentina es bastante barato si lo comparamos con los precios de Buenos Aires o de las grandes ciudades.

Aquí se puede ver la carta del comedor del Mercado Municipal de Cafayate.
Nótese que una empanada sale la módica suma de 50 centavos y que por sólo 6 pesitos es posible degustar una generosa y potente cazuela de cabrito.


La humita en chala también es muy recomendable. Aquí la vemos escoltada por una empanada mutilada en su parte superior.