viernes, 24 de julio de 2009
Salvador de Bahía y Morro de San Pablo
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viernes, 3 de julio de 2009
Barbijos
Subte Línea A. Viernes a las 13:40.
Sube el vendedor ambulante. Alza la voz para atraer la atención del pasaje. Empieza a describir las virtudes del "maravilloso trompo eléctrico con luces de todos los colores". "Para regalar a los chicos, para entretenerlos en las vacaciones", vocifera fuerte y convencido. Los pasajeros no se cautivan con el exagerado relato.
A medida que el vagón se va poblando de gente, algunas bufandas empiezan a cubrir bocas y narices. Entra un pibe de 25, con un pañuelo al estilo "Butch Cassidy" antes de asaltar un banco del Lejano Oeste. Una chica rubia recostada sobre una de las ventanillas se cubre la cara y escudriña de arriba a abajo a cada uno que ingresa. Miradas de detective, observaciones casi de psicoanalista.
El vendedor se da por vencido ante la desatención lograda ante los presentes. A nadie eclipsó el chirimbolo que daba vueltas frenéticamente prendiendo y apagando lucecitas multicolores. El comerciante peregrino baja.
Próxima parada: Plaza Miserere. Se abren las puertas. La gente se empieza a amuchar. La cercanía es inminente y hasta parece lacerante. Más miradas. Una señora se sube más la bufanda. Otra saca un pañuelo. La chica rubia se pone nerviosa cuando el de traje gris amaga con lanzar una tos disimulada.
Y entonces sube él. Con la cara tapada. De blanco. Tiene los ojos movedizos y atentos al mínimo gesto o seña.
"Barbijos, barbijos. A 5 pesos el barbijo doble capa", entona en voz alta y clara.
Lleva en sus manos 6 cajas marrones. Apenas empieza a meterse por el medio del vagón lo llama la señora de la bufanda. Y compra uno. Sigue. Y lo llama otro. Y otro.
Da vueltas la cabeza y mira a los ojos a todos los que exhiben su cara desnuda con un gesto de Mesías, de salvador. El sentido de la oportunidad lo absuelve. Se jacta en silencio de su producto y de su momento: mejor que vendedor de paraguas en pleno temporal, piensa.
En resumen: vendió más que el de los trompos eléctricos multicolores. Más de 5 en ese vagón. Las puertas se abrieron y bajó. El de traje gris movía la nariz anunciando el prólogo de un estornudo-tsunami que lo crucificaría ante el pasaje. Se lo aguantó como un buen varón. No quería pasar por un terrorista bactereológico.
Sube el vendedor ambulante. Alza la voz para atraer la atención del pasaje. Empieza a describir las virtudes del "maravilloso trompo eléctrico con luces de todos los colores". "Para regalar a los chicos, para entretenerlos en las vacaciones", vocifera fuerte y convencido. Los pasajeros no se cautivan con el exagerado relato.
A medida que el vagón se va poblando de gente, algunas bufandas empiezan a cubrir bocas y narices. Entra un pibe de 25, con un pañuelo al estilo "Butch Cassidy" antes de asaltar un banco del Lejano Oeste. Una chica rubia recostada sobre una de las ventanillas se cubre la cara y escudriña de arriba a abajo a cada uno que ingresa. Miradas de detective, observaciones casi de psicoanalista.
El vendedor se da por vencido ante la desatención lograda ante los presentes. A nadie eclipsó el chirimbolo que daba vueltas frenéticamente prendiendo y apagando lucecitas multicolores. El comerciante peregrino baja.
Próxima parada: Plaza Miserere. Se abren las puertas. La gente se empieza a amuchar. La cercanía es inminente y hasta parece lacerante. Más miradas. Una señora se sube más la bufanda. Otra saca un pañuelo. La chica rubia se pone nerviosa cuando el de traje gris amaga con lanzar una tos disimulada.
Y entonces sube él. Con la cara tapada. De blanco. Tiene los ojos movedizos y atentos al mínimo gesto o seña.
"Barbijos, barbijos. A 5 pesos el barbijo doble capa", entona en voz alta y clara.
Lleva en sus manos 6 cajas marrones. Apenas empieza a meterse por el medio del vagón lo llama la señora de la bufanda. Y compra uno. Sigue. Y lo llama otro. Y otro.
Da vueltas la cabeza y mira a los ojos a todos los que exhiben su cara desnuda con un gesto de Mesías, de salvador. El sentido de la oportunidad lo absuelve. Se jacta en silencio de su producto y de su momento: mejor que vendedor de paraguas en pleno temporal, piensa.
En resumen: vendió más que el de los trompos eléctricos multicolores. Más de 5 en ese vagón. Las puertas se abrieron y bajó. El de traje gris movía la nariz anunciando el prólogo de un estornudo-tsunami que lo crucificaría ante el pasaje. Se lo aguantó como un buen varón. No quería pasar por un terrorista bactereológico.
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