El viernes 21 y el sábado 22 de noviembre se realizó el III Congreso de Internacional de FOPEA. Allí se pensó y se debatió sobre los desafíos del periodismo en la Era Digital.
Realmente fue muy enriquecedor y movilizante.
Asistieron personalidaes de primera línea que ayudaron a repensar la profesión a la luz de los cambios que ya mismo las nuevas tecnologías están planteando.
Algunos de los invitados: el británico Philip Harding, los brasileños Marco Chiaretti y Roberto de Toledo, el mexicano Gerardo Albarrán de Alba, el chileno Federico Joannon, el paraguayo Jorge Torres, el estadounidense Jim Rowe, el español Gumersindo Lafuente, el colombiano Jaime Abello y el francés Jean François Fogel.
Pudimos entrevistar a Jean Francois Fogel, creador de lemonde.fr, que nos habló sobre las audiencias y sus identidades, el uso que realizó Obama de la web 2.0, sobre redes sociales, s obre blogs, entre otros temas.
Hablamos con Rosental Alves, que opinó sobre la reconversión que deberán hacer los medios frente a los cambios que plantean los nuevos escenarios en la industria de la información y el entretenimiento.
Y con Gumersindo Lafuente, actual director de soitu.es, que nos dio su punto de vista sobre la inclusión de plataformas de blogs de usuarios en los sitios de los diarios digitales.
El reloj Jaeger-Le Coultre de la esquina Quintana y Ortiz marca las 12:45, pero a pesar de estar el sol en lo más alto del cielo, el otoño muestra los dientes con sus primeros fríos. Las cabinas de Telecom con estilo londinense destacan con su rojo chillón en un paisaje de colores ocres y pastel. Las mesas en la vereda del bar están amparadas por el gomero. Los autóctonos y extranjeros gozan de la misma sombra regalada por el viejo árbol. Ese que fue plantado en 1800 por los hermanos recoletos, según reza el cartel entre medio de las raíces. Como tentáculos de pulpo, las ramas se extienden por arriba y se forma un techo natural sobre una babel de idiomas, costumbres y vestimentas.
Estamos en el afuera del café. Las palabras tienen diferentes acentos, entonaciones, ritmos y cadencias. Las caras también. El murmullo de las conversaciones ajenas se mezcla con el tintineo de las tazas, platos y cubiertos. El sol, indeciso, amaga en salir pero luego se arrepiente. Suena el celular. Pasa una paloma. El italiano, solitario, finamente vestido, que leía su “Corriere della Sera” distrae su mirada. Al lado, una pareja de alemanes repasa su derrotero de hoy en una guía que dice “Argentinien”. El mozo le trae su cerveza al teutón: un chop blanco de porcelana que dice “La Biela”.
El primer nombre del bar fue Viridita, porque era más angosta la vereda y tenía sólo 18 mesas a la intemperie. En los años 50 adoptó su actual nombre. Allí, dice la carta, se reunían los amantes del automovilismo. Pero también intelectuales, artistas y políticos.
Es sábado y la esquina muestra un movimiento estático, una dinámica lenta en la que desfilan, sin apuro, los que inauguran el paseo del día, luego de levantarse tarde, y los que se van con su desayuno ya tomado al rayo de sol. El reloj marca ahora las 13:00. Muy cerca está el buzón rojo.
Alberto empieza a ser más requerido. Los que parecen más habitués lo llaman por su nombre y, después de saludos e intercambio de palabras que duran menos de 30 segundos, le hacen el pedido. Alberto pasa los sesenta años. Es morocho y canoso. Viste el mismo formal uniforme con moño y chaleco verde agua que portan los otros mozos. Con voz ronca y acento santiagueño se anima a balbucear en inglés, a quien lo solicite con gesto de incomunicación, los ítems básicos del menú.
Ahora vuelve a pegar el sol y una paloma se anima más. Hace un vuelo rasante, kamikaze, casi rapaz y asusta a la pareja de franceses. Los asusta porque casi les pasó a los dos por delante de la cabeza y los despeinó. Él, bermudas caqui, gesticulador y mapa en mano. Ella, pescadores de jean y anteojos negros bien clavados, como de recién levantada. La paloma se posa encima de la otra mesa, la toma por asalto y empiezapicotear. El agitar de una servilleta empuñada por Alberto la ahuyenta, la desaloja de prepo. Luego entra al local a buscar otro pedido.
La esquina empieza paulatinamente a acelerar los movimientos. Pasan más personas y más rápido. Son las 13:25 y hace rato que vienen sonando de fondos unos tangos enganchados interpretados por un acordeón: A media luz, Caminito, La Cumparsita.
Quien ejecuta el instrumento es un músico disfrazado de payaso, con nariz roja, camiseta a rayas, la cara pintada de blanco y la mueca divertida. Su vestimenta, sus gestos y los sonidos del acordeón le impregnan, sin querer, un tinte parisino al mediodía. Él está, también, debajo del gomero, pero del otro lado. La divisoria, la frontera la marcan unos canteros que circunscribe el espacio del café, de sus mesas verdes, sus sillas de plástico a tono, de sus sombrillas negras con inscripción de “Blenders” y sus personajes variopintos. Parece un corralito natural. Un límite de pertenencia.
La pareja de alemanes recepciona inmutable su comida: dos pechugas al champignon que pidieron hace un rato nomás. En la carta dice que cuesta $46 cada plato: una bicoca si se paga en euros. Comen lentos y escuchan la música del payaso. No se cruzan palabras. Siguen como hipnotizados. Dos mesas atrás hay un señor pelado, con pinta de dandy, que se hace lustrar los zapatos mientras habla, gesticulador, por celular. Llegan señoras emperifolladas de caros vestidos y lujosas carteras. A algunas se les nota fácil las cirugíasy se huele el perfume caro. Piden té.
Las palomas vuelven sobre otra mesa. Esta vez eligen la vacía, que dejaron los franceses. Canibalizan un plato de papas fritas de la picada que quedó inconclusa. Con un hábil movimiento de servilleta, Alberto las espanta, con mucha discreción y sin molestar a los comensales que rodean la escena.
Ahora suena “Manuelita” en el acordeón y pasa un contingente de japoneses, con las cámaras de fotos colgadas del cuello: un estereotipo, un lugar común. Los españoles de la mesa de al lado de los alemanes comentan algo de un show de tango y parecen que se van a pelear. Los alemanes siguen con la mirada congelada entre la puerta del bar y las palmeras mustias, que están a tres metros de allí.
Gomero pampeano afuera del corralito, palmeras tropicales secas, adentro del corralito. Y en el perímetro, canteros con macetas de muchas plantas. Pasan dos policías con sus pecheras fluorescentes. Uno viene de hablar con un vendedor de mates -vestido de falso gaucho- ubicado al lado del payaso acordeonista.
Una nena de menos de diez años intenta interrumpir al dandy de los zapatos lustrados. Pero mientras sigue hablando con su celular mueve negativo la cabeza y la chica divisa otra mesa para ofrecer sus pañuelos de papel. Ahora hay más palomas picoteando las papas fritas. La nena vuelve a ofrecer la mercadería, pero esta vez a los mudos alemanes. Con un hábil movimiento de manos, el maitre de traje negro, la desaloja, la ahuyenta, discreto y sin molestar a los comensales que rodean la escena.
El reloj Jaeger-Le Coultre de la esquina Quintana y Ortiz marca las 13:45. Vuelven a pasar los japoneses por la puerta del bar. Las cámaras de fotos colgadas al cuello. Un lugar común.
En octubre nos fuimos con Carlos, compañero de la Maestría, a hacer una nota a un barrio de pescadores llamado Remanso Valerio. Está ubicado justo al lado del Puente Rosario-Victoria. Este es el resultado del paso por ese lugar, en el que encontramos todo un mundo a la orilla del Paraná.
VIVIR DEL RÍO
“…No pienses que nos perdiste, Que la pobreza nos pone tristes, La sangre tensa y uno no piensa Mas que en morir, Agua del río viejo, Llévate pronto este llanto lejos Que esta aclarando Y vamos pescando para vivir”…
(Oración del Remanso, de Jorge Fandermole)
Para llegar al Remanso Valerio desde Rosario hay que abandonar el bulevar San Martín hacia la derecha y bordear la barraca hasta toparse con la orilla del inmenso río. El paisaje cambia abruptamente. Por encima de los pastizales, se adivinan algunos de los precarios techos escondidos entre la arboleda. Al tomar la curva de una improvisada callecita de tierra y piedras aparece la figura del Cristo. Es la antesala de la barriada. La figura protectora, con sus brazos extendidos, da la bienvenida a los que llegan a uno de los últimos reductos de pescadores artesanales a la vera del Paraná.
Hace 13 años que el Cristo de los Pescadores protege a los habitantes. La escultura de cemento pesa más de 1000 kilos y su altura alcanza los 4 metros. Fue construida en 1995 y desde entonces se convirtió en el símbolo de devoción, amparo e identificación para quienes pueblan el lugar. En especial, los que se lanzan al río todas las mañanas para procurarse el pan de cada día.
Ubicado en la localidad de Granadero Baigorria, en Santa Fe, el pequeño caserío alberga poco más de 250 familias. Parece más diminuto ahora que se contruyó el majestuoso Puente Rosario-Victoria, una orgullosa obra del desarrollo de otra comunidad ajena a los pescadores, que los mira con indiferencia.
Cuentan los lugareños que los primeros asentamientos en el remanso se instalaron hace casi 100 años, con los pescadores que llegaban desde las islas para vender el fruto de su trabajo. Ellos se fueron quedando poco a poco. Por eso, quizás, la disposición de las casas es tan desordenada y caprichosa.
Desde la orilla parece como si se abriera un abanico que sube y se expande dividido por tan sólo 3 callecitas sin nombre, ni números; porque allí todos saben dónde vive cada uno y se conocen desde siempre.
Para recorrerlo hay que esquivar raíces y pozos, saltar desniveles en los improvisados caminos que bordean las casas de chapa y las pocas de ladrillo que existen. Todas construidas por sus propios moradores. Pero son pocos los que suben por los caminos serpenteantes. La mayoría baja hacia la orilla por la mañana, cuando el resplandor del amanecer salpica las aguas. Van en búsqueda de los coloridos botes, precarios y simples como sus dueños, que los esperan uno al lado de otro encallados en la arena para comenzar una jornada laboral que no sabe de horarios para finalizar.
En uno de esos botecitos, seguramente, iba el capitán Valerio cuando se hundió y desapareció en las arremolinadas aguas que forman el remanso. Ellas se llevaron al hombre y su embarcación, pero dejaron el nombre para siempre como alegoría de lo peligrosa que puede ser esta tarea. Desde entonces, dicen las historias más escuchadas por ahí, ese pedacito de tierra pegado al río se conoce como Remanso Valerio, habitado por generaciones de familias de pescadores tan unidos al agua marrón y arenosa que alejarlos de allí los mataría.