El reloj Jaeger-Le Coultre de la esquina Quintana y Ortiz marca las 12:45, pero a pesar de estar el sol en lo más alto del cielo, el otoño muestra los dientes con sus primeros fríos. Las cabinas de Telecom con estilo londinense destacan con su rojo chillón en un paisaje de colores ocres y pastel. Las mesas en la vereda del bar están amparadas por el gomero. Los autóctonos y extranjeros gozan de la misma sombra regalada por el viejo árbol. Ese que fue plantado en 1800 por los hermanos recoletos, según reza el cartel entre medio de las raíces. Como tentáculos de pulpo, las ramas se extienden por arriba y se forma un techo natural sobre una babel de idiomas, costumbres y vestimentas.
Estamos en el afuera del café. Las palabras tienen diferentes acentos, entonaciones, ritmos y cadencias. Las caras también. El murmullo de las conversaciones ajenas se mezcla con el tintineo de las tazas, platos y cubiertos. El sol, indeciso, amaga en salir pero luego se arrepiente. Suena el celular. Pasa una paloma. El italiano, solitario, finamente vestido, que leía su “Corriere della Sera” distrae su mirada. Al lado, una pareja de alemanes repasa su derrotero de hoy en una guía que dice “Argentinien”. El mozo le trae su cerveza al teutón: un chop blanco de porcelana que dice “La Biela”.
El primer nombre del bar fue Viridita, porque era más angosta la vereda y tenía sólo 18 mesas a la intemperie. En los años 50 adoptó su actual nombre. Allí, dice la carta, se reunían los amantes del automovilismo. Pero también intelectuales, artistas y políticos.
Es sábado y la esquina muestra un movimiento estático, una dinámica lenta en la que desfilan, sin apuro, los que inauguran el paseo del día, luego de levantarse tarde, y los que se van con su desayuno ya tomado al rayo de sol. El reloj marca ahora las 13:00. Muy cerca está el buzón rojo.
Alberto empieza a ser más requerido. Los que parecen más habitués lo llaman por su nombre y, después de saludos e intercambio de palabras que duran menos de 30 segundos, le hacen el pedido. Alberto pasa los sesenta años. Es morocho y canoso. Viste el mismo formal uniforme con moño y chaleco verde agua que portan los otros mozos. Con voz ronca y acento santiagueño se anima a balbucear en inglés, a quien lo solicite con gesto de incomunicación, los ítems básicos del menú.
Ahora vuelve a pegar el sol y una paloma se anima más. Hace un vuelo rasante, kamikaze, casi rapaz y asusta a la pareja de franceses. Los asusta porque casi les pasó a los dos por delante de la cabeza y los despeinó. Él, bermudas caqui, gesticulador y mapa en mano. Ella, pescadores de jean y anteojos negros bien clavados, como de recién levantada. La paloma se posa encima de la otra mesa, la toma por asalto y empieza picotear. El agitar de una servilleta empuñada por Alberto la ahuyenta, la desaloja de prepo. Luego entra al local a buscar otro pedido.
La esquina empieza paulatinamente a acelerar los movimientos. Pasan más personas y más rápido. Son las 13:25 y hace rato que vienen sonando de fondos unos tangos enganchados interpretados por un acordeón: A media luz, Caminito, La Cumparsita.
Quien ejecuta el instrumento es un músico disfrazado de payaso, con nariz roja, camiseta a rayas, la cara pintada de blanco y la mueca divertida. Su vestimenta, sus gestos y los sonidos del acordeón le impregnan, sin querer, un tinte parisino al mediodía. Él está, también, debajo del gomero, pero del otro lado. La divisoria, la frontera la marcan unos canteros que circunscribe el espacio del café, de sus mesas verdes, sus sillas de plástico a tono, de sus sombrillas negras con inscripción de “Blenders” y sus personajes variopintos. Parece un corralito natural. Un límite de pertenencia.
La pareja de alemanes recepciona inmutable su comida: dos pechugas al champignon que pidieron hace un rato nomás. En la carta dice que cuesta $46 cada plato: una bicoca si se paga en euros. Comen lentos y escuchan la música del payaso. No se cruzan palabras. Siguen como hipnotizados. Dos mesas atrás hay un señor pelado, con pinta de dandy, que se hace lustrar los zapatos mientras habla, gesticulador, por celular. Llegan señoras emperifolladas de caros vestidos y lujosas carteras. A algunas se les nota fácil las cirugías y se huele el perfume caro. Piden té.
Las palomas vuelven sobre otra mesa. Esta vez eligen la vacía, que dejaron los franceses. Canibalizan un plato de papas fritas de la picada que quedó inconclusa. Con un hábil movimiento de servilleta, Alberto las espanta, con mucha discreción y sin molestar a los comensales que rodean la escena.
Ahora suena “Manuelita” en el acordeón y pasa un contingente de japoneses, con las cámaras de fotos colgadas del cuello: un estereotipo, un lugar común. Los españoles de la mesa de al lado de los alemanes comentan algo de un show de tango y parecen que se van a pelear. Los alemanes siguen con la mirada congelada entre la puerta del bar y las palmeras mustias, que están a tres metros de allí.
Gomero pampeano afuera del corralito, palmeras tropicales secas, adentro del corralito. Y en el perímetro, canteros con macetas de muchas plantas. Pasan dos policías con sus pecheras fluorescentes. Uno viene de hablar con un vendedor de mates -vestido de falso gaucho- ubicado al lado del payaso acordeonista.
Una nena de menos de diez años intenta interrumpir al dandy de los zapatos lustrados. Pero mientras sigue hablando con su celular mueve negativo la cabeza y la chica divisa otra mesa para ofrecer sus pañuelos de papel. Ahora hay más palomas picoteando las papas fritas. La nena vuelve a ofrecer la mercadería, pero esta vez a los mudos alemanes. Con un hábil movimiento de manos, el maitre de traje negro, la desaloja, la ahuyenta, discreto y sin molestar a los comensales que rodean la escena.
El reloj Jaeger-Le Coultre de la esquina Quintana y Ortiz marca las 13:45. Vuelven a pasar los japoneses por la puerta del bar. Las cámaras de fotos colgadas al cuello. Un lugar común.
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