A las 8:30 de la mañana, demorado porque se tuvo que ir a cambiar una rueda, llegó el Chevrolet Corsa rural que nos cargaría a nosotros y a nuestras mochilas. El chofer, un cafayateño que me estuvo hablando todo el viaje de la fortaleza de cada una de las marcas de autos, no era de esos que manejan con delicadeza. Más bien todo lo contrario. Sumado a que la ruta en ese tramo estaba bastante fea, nuestro as del volante no dejó pozo por probar.
Mientras él hablaba y continuaba enumerando los pros y las contras de otras marcas automotrices, nosotros soportábamos los golpes y traqueteos que la ruta nos regalaba, como también las increíbles postales variopintas.
Quebradas con miles de colores, casitas de adobe al pie del camino, cardones, puentes, cerros que parecían que tenían una sábana encima que cubría uniformemente las protuberancias del suelo.
Pasamos por la Quebrada de las Flechas. Y el paisaje parecía como que se inclinaba. Los cerros contenían miles de terminaciones puntiagudas que se escoraban uniformes hacía la derecha, como si a Dios (o a la Pacha Mama) se le hubiera torcido la escuadra.
- Porque Ford también... todos dicen que es duro... pero mi cuñado tenía uno que no le resultó bueno... le recalentaba...
De repente se calló. No sé si porque se dio cuenta de que su prédica automovilística no estaba siendo seguida con atención por los viajeros, o bien porque se quedó sin marcas que repasar. La cuestión es que se hizo un silencio que nos acompañó gran parte del lo que quedaba del viaje.
En verdad, ahora que recuerdo, el silencio duró hasta el imprevisto que tuvimos.
Imprevisto. O prueba de fuego. O aseveración empírica de los postulados del chofer.
La cosa fue así. Y acá me detengo a describir los hechos tal cual fueron. Veníamos a una velocidad normal. Hubo una bajadita, luego una subidita y ahí, de repente, en el medio de la ruta había un POZO con mayúsculas, casi un cráter, antecedido por una pequeña rampita natural de tierra. Y, como el señor manejador se había endulzado con el acelerador no hizo a tiempo a frenar y el auto se elevó unos centímetros (no tantos como los que se elevaba el auto de los Dukes de Hazzard, pero los suficientes...) y se la dio de trompa contra el piso.
Zas!, dijimos todos. Silencio de nuevo.
Estábamos en el medio de la nada. A lo largo de las tres horas y media de viaje sólo habíamos visto pasar 4 vehículos, dos de los cuales eran camionetas onda Camel Trophy. No había señal de celular y no se veía ninguna población cercana alrededor. El panorama no era alentador.
Tensando las cosas al extremo y haciendo gala de mi notable poder de exageración pensé que nos agarraría la noche... no tendríamos qué comer... y que de todos los presentes, yo era el más gordito. Así que, puestos a canibalizarnos para degustar bocados de susbisitencia -tal como pasó en la película Viven!- yo era el que tenía todas las de perder. De mí saldrían más porciones que de los demás.
El silencio seguía. Fueron 10 segundos en que tardamos en salir a ver cómo estaba todo. 10 segundos eternos. 10 segundos que no se oía el ruido del motor...
Ya abajo del auto nos dispusimos a ver la trompa (la del auto). Y estaba bastante bien. Cuan indio esperando la tropilla enemiga apoyé mi oreja en el baúl... y oh, Dios!!! Andaba el motor!!! Aleluya.....
¡Qué duro el Chevrolet... siempre lo dijimos nosotros, che!
20 metros atrás quedó uno de esos guardaplasts que sirven para recubrir el hueco de la rueda. El amigo se fue a levantarlo y a ponerlo en el techo del auto. En 3 minutos andábamos otra vez en camino hacía Cachi... arriba del Machazo!!!
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